El funámbulo
Jean Genet


Traducción y nota preliminar: Iliana Restrepo Hernández



                                                               Genet y Abdallah                                                                               

NOTA PRELIMINAR:

 Jean Genet- (París, 1910-1986)
Narrador, ensayista y dramaturgo; como novelista, logró que escenas eróticas y con frecuencia, obscenas se convirtieran en una visión poética del mundo, y como dramaturgo fue un precursor del teatro de vanguardia, en especial de la corriente del absurdo.
Hijo de una prostituta y padre desconocido, Genet es abandonado por su madre en un hospicio y entregado a una familia de campesinos quienes lo crían. A la edad de 10 años es acusado de un robo que no cometió y es internado en una correccional. A partir de este momento decide hacerse ladrón como un acto de rebeldía contra la sociedad que lo había calificado como tal. A los dieciséis años, se alista en la legión extranjera de donde fue expulsado por ser visto cometiendo “actos ilícitos”  (homosexualismo y pederastia). A partir de ese momento se dedica al contrabando, a la prostitución y al robo por varios países de Europa.
Es encarcelado y escribe su primera obra en la cárcel (El condenado a muerte -1942) donde narra su larga experiencia como delincuente y como prisionero. Durante muchos años pasa la vida entrando y saliendo de prisión. Cuando lleva más de diez condenas, es sentenciado a cadena perpetua. Ya para este momento, había escrito muchas de sus obras, que se caracterizan por ser sumamente autobiográficas, entre las que destaca Nuestra Señora de las Flores -1944, donde Genet relata su vida en los bajos fondos y sus experiencias como chapero.
Ya para esta época contaba con un prestigio literario y sus amigos entre los que se contaba el filósofo Jean Paul Sartre y el escritor e intelectual Jean Cocteau, solicitaron al presidente de Francia su indulto y excarcelación. Finalmente ésta le fue concedida en 1948.
En 1956, Genet conoce a Abdallah Bentaga, un joven equilibrista de 18 años de padre argelino y madre alemana, quien trabaja en los circos como acróbata.
Para pagarle un curso de funámbulo, Genet vende los derechos de la obra "Les rêves interdits" – “Los sueños prohibidos
Pero el 12 de marzo de 1964, a los 26 años de edad, el cuerpo de Abdallah es encontrado con las venas abiertas.
Jean Genet asiste a su entierro que tiene lugar el 20 de marzo y profundamente deprimido abandona Francia. Aplastado por esta muerte, el escritor comenta que ha destruido sus manuscritos y que renuncia a la literatura, e intenta también suicidarse.
Cuando, unos meses después del suicidio de su amigo Abdalah, Genet me confió la decisión de poner fin a sus días, Monique Lange fue a exponer nuestro desconcierto y emoción a Sartre. ’Ustedes no saben aún lo que significa envejecer’, comentó el filósofo. Genet tampoco lo sabía quizá – un sentimiento de culpa y no la vejez había trazado aquel quiebro en su vida -, pero el peso de la muerte no le abandonó ya”[1].
El Funámbulo, es una sentida, pero poco conocida, carta que Genet le escribe a su amante Abdallah y que como casi toda su obra, es considerado un poema escrito en prosa, de gran lirismo, pasión y pleno de reflexiones profundas sobre la vida, la muerte, el arte, la belleza, la soledad y las relaciones humanas y divinas del ser humano.
“Mi estupor fue inmenso cuando comprendí que mi vida… no era sino una hoja de papel blanco que, a fuerza de pliegues, había podido transformarse en un objeto nuevo que yo era quizás el único en ver en tres dimensiones, con la apariencia de una montaña, de un precipicio, de un crimen o de un accidente mortal[2]”.
Y tal como le aconseja a su funámbulo: “Genet ya  muerto, es ejemplar en la medida en que fue único. Su vida y su obra se confunden en una aventura cuya radicalidad ética y literaria brilla sin consumirse”[3]
______________________________________
[1] Goytisolo Juan, El testamento poético de Jean Genet, (extraído de Babelia: 12, enero, 2002)
[2] Genet  Jean, citado por Juan Goytisolo en El testamento poético de Jean Genet, (extraído de Babelia: 12, enero, 2002)

[3] Goytisolo Juan, El testamento poético de Jean Genet, (extraído de Babelia: 12, enero, 2002)


                                               Iliana Restrepo Hernández
Cartagena de Indias, diciembre de 2009

***

EL FUNÁMBULO
Para Abdallah

Una lentejuela de oro es un disco minúsculo de metal dorado, perforado en el centro. Delgada y ligera, puede flotar en el agua. Algunas veces una o dos se quedan enganchadas en los rizos de un acróbata.

Este amor – casi desesperado, pero cargado de ternura – que debes demostrarle a tu alambre, tendrá tanta fuerza como el que te demuestra él cuando te sostiene. Conozco los objetos, su maldad, su crueldad, pero también su gratitud. El alambre estaba muerto - o si lo prefieres, mudo, ciego – ahora que estás aquí: vivirá, hablará.  

Lo amarás con un amor casi carnal. Cada mañana, antes de comenzar tu entrenamiento, cuando está tenso y vibre, ve y dale un beso. Pídele que te sostenga y que le otorgue la elegancia y el nerviosismo a tus corvas. Al final de la sesión salúdalo, agradécele. Y cuando esté todavía enrollado, en la noche, en su caja, ve a verlo, acarícialo. Y pon suavemente tu mejilla contra la suya.

Algunos domadores utilizan la violencia. Tú puedes intentar domar tu alambre. Pero, ¡ten cuidado! El alambre, como la pantera, o como dicen, el pueblo, ama la sangre. Más bien domestícalo.

Un herrero - sólo un herrero, de bigote gris y anchos hombros puede osar tanta delicadeza –cada mañana saludaba a su amada –su yunque, su herramienta, - así:
-¡Y entonces, mi bella!

Al atardecer, terminado el día, su manaza le acaricia. El yunque no es indiferente y el herrero es consciente de su emoción.

Colma a tu alambre de la más bella expresión, no de la tuya, sino de la suya. Tus brincos, tus saltos, tu danza – en argot de acróbata: flic- flacs, volantines, corvetas, saltos mortales, volteretas, etc. – Hazlo no para que brilles, sino con el fin de que un alambre que estaba muerto y sin voz, por fin cante. ¡Y cómo te agradará ser perfecto en tu actuación, no por tu propia gloria, sino por la suya!

Y que el público maravillado le aplauda:
-       ¡Qué alambre tan sorprendente! ¡Cómo sostiene a su bailarín y cómo le ama!
A su vez, el alambre hará de ti el más maravilloso bailarín.

El suelo te hará tropezar.

¿Quién pues, antes que tú había comprendido la nostalgia que reside recluida en el alma de un alambre de siete milímetros?  ¿Y es que él mismo se sabía destinado a hacer rebotar, entre dos volteretas en el aire, con latigazos, a un bailarín? Excepto tú, nadie. Conoce pues su alegría y su gratitud.

No me sorprendería si caminando sobre la tierra te cayeras y te hicieras un esguince. El alambre te sostiene mejor y más seguro que un camino.

Negligentemente abro su billetera y hurgo en ella. Entre viejas fotos, recibos de pago, tiquetes de autobús usados, encuentro una hoja de papel doblada en la que ha trazado signos curiosos: el largo de una línea recta que representa el alambre, trazos oblicuos hacia la derecha, trazos hacia la izquierda… son sus pies, o más bien, el lugar que ocuparán sus pies, son los pasos que dará. Y comparando cada trazo, una cifra.

Ya que trabaja para aportar rigor y elementos cuantitativos a un arte que no había estado sometido más que a un entrenamiento casual y empírico. Vencerá.

¿Qué me importa entonces si sabe leer o no? Conoce lo suficiente de números como para medir los ritmos y las cifras. Hábil con los números, Joanovici era un judío – o un Gitano – iletrado. Amasó una gran fortuna durante una de nuestras guerras vendiendo chatarra.

Sobre la barra puedes bromear, brindar con quien quieras, sin importar con quién. Pero cuando el Ángel se anuncie debes estar solo para recibirle. El Ángel, para nosotros, es el atardecer, cayendo sobre la pista deslumbrante. Si tu soledad, está iluminada y la oscuridad paradójicamente compuesta por miles de ojos que te juzgan, que temen y esperan tu caída, importa poco: bailarás sobre una soledad desértica, los ojos vendados y si puedes, abróchate los parpados. Pero nada – sobre todo los aplausos o las risas – impedirá que bailes para tu imagen. Eres un artista – por desgracia – no puedes rehusar el precipicio monstruoso de tus ojos. ¿Narciso baila? Pero no es coquetería, ni egoísmo ni amor por sí mismo. ¿Será la muerte misma? Baila solo entonces. Pálido, lívido, ansioso por gustar o por disgustar a tu imagen: pues es tu imagen la que va a bailar por ti.

Si tu amor, habilidad y astucia, son lo suficientemente grandes para revelar las posibilidades secretas del alambre, si la precisión de tus gestos es perfecta, él se precipitará al encuentro de tu pie (vestido de cuero): no serás tú quien baile, será el alambre. Pero si es él quien baila inmóvil y si es a tu imagen la que él hace saltar, ¿Tú entonces, dónde estarás?

La Muerte – la Muerte de la que te hablo – no es la que seguirá tu caída, sino aquella que precede tu aparición sobre el alambre. Es antes de subir a él que mueres. Aquel que baila, estará muerto – doblegado ante todas las bellezas y capaz de todas. Cuando tú aparezcas, una palidez – no, yo no hablo de miedo, sino de su contrario: de una audacia invencible – una palidez te cubrirá. A pesar de tu maquillaje y de tus lentejuelas, estarás descolorido, tu alma lívida. Es entonces cuando tu precisión será perfecta. Como ya nada más te atará al suelo podrás bailar sin caer. Pero asegúrate de morir antes de aparecer, y que sea un muerto quien baile sobre el alambre.

¿Y tu herida, dónde está?
Me pregunto donde reside, ¿Dónde se esconde la herida secreta a la que todo hombre corre a buscar refugio cuando atentan contra su orgullo, cuando le hieren? Esta herida – se convierte así en su fuerza interior - es esta herida la que él va a ponderar, a llenar. Todo hombre sabe cómo alcanzarla hasta el punto de convertirse en la herida misma, en una forma de corazón secreto y doloroso.

Si damos una mirada rápida y ávida al hombre o a la mujer[4] que pasan – al perro también, al pájaro, a una cacerola – esa misma velocidad de nuestra mirada nos revelará, de una manera nítida, cuál es esa herida donde se repliegan cuando hay peligro. ¿Qué estoy diciendo? Ellos ya están allí, vencidos por ella, han tomado su forma – y por ella la soledad: helos aquí íntegros, con sus hombros cansados que los hacen ser ellos mismos, toda su vida afluye en un pliegue malvado de la boca, contra el cual, nada pueden o no quieren poder, puesto que es por éste que conocen esa soledad absoluta e incomunicable – este castillo del alma–  que llega a ser esa misma soledad. Para el funámbulo a quien hablo, ella es visible en su mirada triste que nos remite a imágenes de una infancia miserable, inolvidable, en la que se sabía abandonado.
Es en esta herida incurable – puesto que ella es él mismo – y en esta soledad que debe precipitarse, en donde podrá descubrir la fuerza, la audacia y la habilidad necesarias a su arte.

Te pido un poco de atención. Mira: con el fin de librarte mejor de la Muerte, haz que ella te habite con la más rigurosa exactitud. Será necesario mantenerte en perfecta salud. El mínimo malestar te restituirá a nuestra vida. Se romperá ese bloque de ausencia en el que te convertirás. Una especie de humedad con parches de moho, te invadirá. Vigila tu salud.

Si le aconsejo evitar el lujo en su vida privada, si le aconsejo ir un poco mugriento, llevar ropa estropeada, zapatos gastados, es para que al atardecer, sobre la pista, el cambio sea mayor, es para que toda la esperanza del día sea exaltada por la cercanía del espectáculo, es porque de esta distancia entre una miseria aparente y la más espléndida aparición, procede una tensión tal, que la danza será como una descarga o como un grito, la realidad del circo depende de esta metamorfosis de simple polvo a oro en polvo, pero es sobre todo porque es necesario que aquél que deba suscitar esta imagen admirable, esté muerto, o si se quiere, que se arrastre por la tierra como el último, como el más miserable de los humanos. Yo mismo iría a aconsejarle cojear, cubrirse de harapos, de piojos y que hieda. Su persona debe estar cada vez más disminuida para permitir que esta imagen de la que hablo, habitada por un muerto, relumbre con más brillo. Y que no exista al fin, más que en su aparición.

Es evidente que no he querido decir que un acróbata que trabaja entre ocho y diez metros sobre el suelo, deba encomendarse a Dios (a la virgen de los funámbulos) y que rece y se persigne antes de entrar a la pista porque la muerte está en el capitel. Como poeta, yo hablaba al artista solo. Si bailaras a un metro por encima del suelo, mi exhortación sería la misma. Tú lo has comprendido, se trata de la soledad mortal, de esa región desesperada y resplandeciente donde trabaja el artista.

Sin embargo, añadiría que debes arriesgar una muerte física definitiva. La dramaturgia del circo la exige. Esta es, con la poesía, la guerra, las corridas de toros, uno de los pocos juegos crueles que subsisten. El peligro tiene su razón: obligará a tus músculos a lograr una precisión perfecta – el menor error causará tu caída, con heridas, o la muerte – y esta precisión será la belleza de tu danza. Razona de este modo: una torpeza sobre el alambre haciendo el salto mortal, fallas y te matas. El público no se sorprenderá, lo preveía, casi lo esperaba. Es preciso que sepas bailar de una forma tan bella, tener gestos tan puros, con el fin de aparecer precioso y raro. Así, cuando te prepares para hacer el salto mortal, el público se inquietará, se indignará, al ver que un ser tan agraciado se arriesgue a la muerte. Pero si aciertas el salto y regresas sobre el alambre, entonces los espectadores te aclamarán porque tu habilidad acaba de preservar a tan preciado bailarín de una muerte impúdica.

Si él sueña, cuando está solo, y si sueña consigo mismo, probablemente se vea en su gloria y sin duda cien, mil veces se empeñará en atrapar su imagen pura: él, sobre el alambre en una noche triunfal. Luego se esfuerza por presentarse a sí mismo, tal como quisiera verse. Y es en esta conversión, como él quisiera verse, como se sueña a sí mismo, en lo que se concentra. Ciertamente entre esta imagen soñada y lo que él será sobre el alambre actual, está la lejanía. Y es por esto, no obstante, que busca parecerse con el tiempo a esa imagen de sí que inventa para sí mismo, hoy. Y es por esto, que una vez haya aparecido sobre el alambre, no quedará en la memoria del público más que una imagen idéntica a aquella que se inventó hoy. ¡Proyecto curioso: soñarse, volver el sueño perceptible, para que este se vuelva de nuevo sueño en otras mentes!

Es bien espantosa la muerte, el monstruo espantoso que acecha a quienes son vencidos por la muerte de la que te hablaba…

¿Tu maquillaje? Excesivo. Exagerado. Que te alarguen los ojos hasta el cabello. Tus uñas irán pintadas. ¿Quién, siendo normal y pensante camina sobre un alambre o habla en verso? Es demasiado loco. ¿Hombre o mujer? Definitivamente un monstruo. Antes que agravar la singularidad de un ejercicio como este, el maquillaje la suavizará: en efecto tiene más sentido si es un ser adornado, dorado, pintado… en fin, un ser equívoco que camina allá arriba, sin una vara de balance, ese lugar a donde jamás pensarían ir ni un embaldosador, ni un notario.

Así pues, suntuosamente maquillado casi hasta provocar la náusea desde tu aparición. En la primera de tus pasadas sobre el alambre, comprenderán que ese monstruo de párpados malva no podría bailar en ningún otro lugar. Sin duda, se dirán a sí mismos, es esa particularidad la que le sitúa sobre un alambre, es ese ojo alargado, esas mejillas pintadas, esas uñas doradas, los que le fuerzan a estar allí donde nosotros no iremos - ¡gracias a Dios! – nunca.

Voy a intentar explicarme mejor.
Para adquirir esa soledad absoluta que necesita si desea realizar su trabajo – surgida de una nada que a la vez se colmará y se hará perceptible – el poeta puede exponerse al peligro en una posición que será para él la más peligrosa. Cruelmente, aparta todo curioso, todo amigo, toda solicitud, que pudiera inclinar su obra hacia el mundo. Si quiere puede proceder así: soltar a su alrededor un olor tan nauseabundo, tan negro, que se extravíe en él y se medio asfixie a sí mismo. La gente le huye. Está solo. Su aparente maldición le permite todas las audacias puesto que ninguna mirada le turba. He ahí que se mueva en un elemento que se parece a la muerte: al desierto. Su palabra no despierta ningún eco. Como debe expresarse sin dirigirse a nadie, sin que deba ya ser comprendido por ningún otro ser viviente, es una necesidad que no se requiere para la vida, sino para la muerte que es la que manda.

La soledad, ya te lo he dicho, no te sería concedida si no fuera por la presencia del público. Es necesario entonces que actúes de otro modo y que recurras a otro proceder. Artificialmente – por un efecto de tu voluntad, deberás incorporar esta insensibilidad con respecto al mundo. A medida que suban estas oleadas – como el frío invadiendo los pies de Sócrates, subiendo por sus piernas, sus muslos, su vientre – su frío se apodera de tu corazón y lo congela. No, no, una vez más, no: tú no estás para divertir al público, sino para fascinarlo.

¡Reconoce que experimentarán una impresión curiosa – será estupor, pánico – si esta noche llegaran a contemplar con claridad, un cadáver caminando sobre el alambre!… “su frío se apodera de tu corazón y lo congela”… pero, y es esto lo más misterioso, es necesario que al mismo tiempo exhales una especie de vapor ligero que no empañe tu figura, dejándonos saber que en tu centro un calor no cesa de alimentar esa muerte glacial que te entra por los pies.

¿Y tu vestuario? A la vez casto y provocador. Es la malla del circo ceñida al cuerpo, en yersi rojo-sangriento. Ésta ciñe con precisión tu musculatura, te enfunda, te enguanta; pero del cuello – abierto en redondel, cortado en seco como si el verdugo fuera a decapitarte esta noche – del cuello a tu cadera una banda, también roja en la que flotan faldones con franjas doradas. Los escarpines rojos, la faja, el cinturón, el borde del cuello, las cintas bajo las rodillas irán bordadas con lentejuelas de oro. Sin duda para que brilles, pero sobre todo con el fin de que pierdas algunas lentejuelas mal cosidas, sobre el serrín mientras vas desde tu camerino hasta la pista, como emblemas delicados del Circo. De día cuando vas donde el tendero, caen de tus cabellos. El sudor ha pegado una sobre tu hombro.
El bulto acentuado sobre la malla, donde se alojan tus cojones, lleva bordado un dragón de oro.

Le cuento sobre Camilla Meyer – pero también quisiera contarle quién fue ese espléndido mejicano, Con Colleano, ¡y cómo bailaba! – Camilla Meyer era una alemana. Cuando la vi, ella tenía tal vez cuarenta años. En Marsella, había elevado su alambre a treinta metros sobre los adoquines en el patio del Vieux-Port. Era de noche. Los proyectores iluminaban este alambre horizontal a treinta metros de altura. Para llegar a él caminaba sobre un alambre oblicuo de doscientos metros de largo que partía del suelo. Llegando a la mitad, sobre esta pendiente, para descansar, ponía una rodilla sobre el alambre y conservaba la vara del balancín sobre su muslo. Su hijo (quien tenía quizás dieciséis años), quien la esperaba sobre una pequeña plataforma, llevó una silla hasta el centro del alambre y Camilla Meyer, que venía del otro extremo, llegaba sobre el alambre horizontal. Tomaba la silla, que se apoyaba en tan sólo dos de sus patas sobre el alambre y se sentaba. Sola. Descendía así, sola… abajo, debajo de ella, todas las cabezas se mantenían agachadas y las manos tapaban los ojos. Así el público rehusaba esta cortesía a la acróbata: hacer el esfuerzo de mirarla fijamente mientras ella rozaba la muerte.
-       Y tú, me dice él, ¿qué hacías tú?
-        Yo miraba. Para ayudarla, para saludarla porque ella había conducido la muerte hasta el filo de la noche, para acompañarla en su caída y en su muerte.

Si caes, merecerás la más convencional oración fúnebre: charco de oro y sangre, charca donde se pone el sol… No debes esperar nada más. En el circo todo es convencional.

Para tu entrada a la pista, témele al paso pretencioso. Entras: das una serie de brincos,  saltos mortales en el aire, piruetas, volteretas que te conducen al pie de tu artefacto al cual trepas bailando. Y con el primero de tus volatines – preparado entre bastidores – uno ya sabe, que irá de maravilla en maravilla.

“¡Y baila! ¡Pero trempa! Tu cuerpo tendrá el vigor arrogante de un sexo congestionado, irritado. Es por ello que te aconsejaba bailar ante tu imagen y que estés enamorado de ella. No te interrumpas: ¡Es Narciso quien baila! Pero esa danza no es más que la tentativa de tu cuerpo por identificarse a tu imagen, como lo comprueba el espectador. Ya no eres sólo perfección mecánica y armoniosa. De ti se desprende un calor y nos calienta.
Tu vientre quema. Sin embargo, no bailes para nosotros sino para ti… No es una puta la que hemos venido a ver al Circo sino a un amante solitario que se salva y se desvanece sobre un alambre. Y siempre en la región infernal. Es esa soledad la que nos va a fascinar.”

Entre otros momentos, la afición española espera aquel en el cual el toro, de una cornada, le descosa el pantalón al torero: por la desgarradura, el sexo y la sangre. Estupidez de la desnudez que no se esfuerza por mostrar y menos por exaltar la herida. Es por esto, que el funámbulo deberá llevar una malla, ya que debe ir vestido. La malla estará adornada: soles bordados, estrellas, iris, aves… Una malla para proteger al acróbata contra la dureza de la mirada del público y en fin, como un accidente es posible, para que una noche la malla ceda, se desgarre.
¿Hace falta decirlo? Yo aceptaría que el funámbulo viviera de día bajo la apariencia de una vieja mendiga, desdentada, cubierta de una peluca gris: al verla, uno sabría qué atleta reposa bajo los andrajos y uno respetaría esa gran distancia entre el día y la noche. ¡Aparecer en la noche! Y él, el funámbulo, no sabe ya quién sería su ser privilegiado: si esa mendiga piojosa, o el deslumbrante solitario. O este perpetuo movimiento entre ella y él.

¿Por qué bailar esta noche? ¿Saltar, brincar bajo los proyectores a ocho metros del piso, sobre el alambre? Porque es preciso que tú te encuentres: los dos, presa y cazador; esta noche entrégate, huye de ti y búscate. ¿Dónde estabas antes de entrar a la pista? Tristemente disperso en tus gestos cotidianos, no existías. Bajo la luz, sientes la necesidad del orden. Cada noche, para ti solo, vas a correr sobre el alambre, te doblarás, te contorsionarás en búsqueda de ese ser armonioso, disperso y extraviado en la espesura de tus gestos familiares: atar tu zapato, sonarte, rascarte, comprar jabón… Pero sólo te aproximas y te agarras a ti mismo, un instante. Y siempre en esa blanca y mortal soledad.

Entretanto tu alambre… - vuelvo a lo mismo – no olvides que es a sus virtudes a las que debes tu gracia. Y a las tuyas, sin duda, pero con el fin de descubrir y de exponer las suyas. El juego no conviene ni al uno ni al otro: juega con él. Provócalo con el dedo del pie, sorpréndelo con el talón. Confróntense y no temas la crueldad: con agudeza, te hará resplandecer. Pero ten cuidado de no perder nunca la más exquisita cortesía.

Mira sobre quién triunfas: sobre nosotros, pero… tu danza será rencorosa.
Uno no es artista a menos que haya sufrido una gran desgracia.
¿De odio, contra qué dios? ¿Y por qué vencer?

La cacería sobre el alambre, la persecución de tu imagen y esas flechas con las que la acribillas sin tocarla y la hieres y la haces resplandecer, es pues una fiesta. Si alcanzas esta imagen es la Fiesta.

Siento una curiosa sed, quisiera beber, mejor dicho, sufrir, sí, beber, pero que la embriaguez que provenga de ese sufrimiento, sea la fiesta. No sabes cómo ser desdichado por la enfermedad, por el hambre o por la prisión, porque nada te obliga a serlo. Tendrás que serlo por tu arte. Qué nos importa – a ti o a mí – un buen acróbata: tú serás esa maravilla abrasada, tú, que ardes. Sobre tu alambre eres el rayo. O si lo prefieres, un bailarín solitario. Iluminado por no sé qué que te alumbra, te consume y por una terrible desgracia que te hace bailar. ¿El público? no ve más que fuego y cree que juegas, ignora que eres el incendiario y aplaude el incendio.

Trempa y hazlos trempar. Ese calor que sale de ti y que se irradia, es el deseo de ti mismo jamás colmado - o de tu imagen -.

Las leyendas góticas hablan de saltimbanquis callejeros, que no teniendo más, ofrecían sus volteretas a la Virgen. Bailaban frente a la catedral. No sé a cuál dios le vas a dedicar tus juegos de habilidad, pero necesitas uno. Aquél, tal vez, que tú mismo harás existir durante una hora y por tu danza. Antes de tu entrada a la pista, eras un hombre mezclado con la multitud tras bastidores. Nada te distinguía de otros: acróbatas, juglares, trapecistas, caballistas, niños de la pista, payasos. - ¡Nada, salvo esta tristeza instalada en tu mirada: y no la ahuyentes! Eso alejaría de la puerta de tu rostro toda poesía – Dios no existe aún para nadie… tú te arreglas la bata, te cepillas los dientes… tus gestos pueden ser recuperados…

         ¿El dinero? ¿La plata? Habrá que ganárselos. Y hasta que reviente, el funámbulo debe palparlo… de una u otra forma, le será necesario desorganizar su vida. Es entonces cuando el dinero puede servir, aportando una especie de podredumbre que sabrá viciar aún al alma más serena… ¡Mucha, mucha plata! ¡Una plata loca! ¡Innoble! Y… dejarla amontonarse en un rincón del tugurio, sin tocarla jamás y limpiarse el culo con el dedo… A medida que se acerque la noche, despertarse, arrancarse este mal y ya en la noche, bailar sobre el alambre.
Yo le digo entonces:

-Tendrás que trabajar para ser famoso…
-¿Para qué?
- Para herir
-¿Es indispensable que yo gane tanta plata?
-Indispensable. Aparecerás sobre tu alambre y una lluvia de oro te regará. Pero como sólo tu danza te interesa, te pudrirás durante el día;

En cierta forma debería pudrirse, que un hedor le aplaste, le produzca un asco que se le disipe con el clarear de la tarde.

…Pero tú entras. Si bailas para el público, lo sabrá: estarás perdido. Te verá como a uno más de los suyos. Nunca más fascinado por ti, se sentará pesadamente, no podrás rescatarlo jamás.

Tú entras y estás solo. Solo aparentemente, porque Dios está allí… Viene de no sé dónde… Puede ser que lo traes al entrar, o que la soledad lo suscita. Es casi lo mismo. Es por él que cazas tu imagen. Bailas. El rostro recogido. El gesto preciso, la actitud justa. Imposibles de repetir o morirías para la eternidad. Severo y pálido, baila. Y si puedes, con los ojos cerrados.

¿De qué Dios te hablo? me pregunto. Él carece de crítica y de juicio absoluto. Él ve tu búsqueda. O haces que te acepte y brillas, o desviará la mirada. Si has elegido bailar frente a él tú solo, no puedes escapar a la precisión de tu lenguaje articulado, del que te vuelves prisionero: no puedes caer.

¿Dios no sería pues, más que la suma de todas las posibilidades de tu voluntad, aplicada a tu cuerpo sobre el alambre? ¡Posibilidades divinas!

En el entrenamiento, tu salto mortal a veces te evade. No temas considerar tus saltos como si fuesen bestias rebeldes a las que tienes la responsabilidad de amansar. Ese salto eres tú, indomado, disperso y por ende desdichado. Haz lo que sea necesario para darle forma humana.
…”una malla roja con estrellas”. Yo desearía para ti el más tradicional de los vestuarios, con el fin de que te extravíes más fácilmente en tu imagen, y si quieres, arrastra tu alambre y que los dos finalmente desaparezcan. Pero puedes también, sobre este camino estrecho que no viene ni va a ninguna parte – sus seis metros de largo son una línea infinita y una jaula – hacer la representación de un drama.

¿Y quién sabe? ¿Si caes del alambre? Los camilleros te llevarán. La orquesta tocará. Harán entrar a los tigres o a los jinetes.

Como el teatro, el circo tiene lugar también en el crepúsculo, en la proximidad de la noche, pero también puede darse a plena luz del día.

Si vamos al teatro es para penetrar en el vestíbulo, en la antesala de esa muerte precaria que será el sueño. Porque es una fiesta que tendrá lugar al final del día, la más seria, la última, algo muy cercano a nuestro funeral. Cuando sube el telón, entramos a un lugar donde se preparan simulacros infernales. Es en el crepúsculo, con el fin de que sea pura (esta fiesta), en el que se puede desplegar sin arriesgarse a que sea interrumpida por un pensamiento, por un requerimiento práctico que pudiera arruinarla…
¡Pero el circo! Exige una atención aguda, total. No es nuestra fiesta la que se presenta. Es un juego de habilidad que nos exige permanecer alerta.

El público – es quien te permite existir, pues sin él nunca tendrías esta soledad de la que te he hablado – el público, es la bestia a la que finalmente vienes a apuñalar. Tu perfección y audacia, mientras estás en escena, lo aniquilarán.

Descortesía del público: durante tus más peligrosos movimientos, cerrará los ojos cuando para deslumbrarlo, rozas la muerte.

Esto me lleva a decir que es necesario amar el circo y despreciar el mundo. Una enorme bestia, rediviva de épocas diluvianas, se posa pesadamente sobre las ciudades: uno entra y el monstruo está lleno de maravillas mecánicas y crueles: amazonas, payasos, leones y su domador, un prestidigitador, un malabarista, trapecistas alemanes, un caballo que habla y cuenta y tú.

Vosotros sois el residuo de una edad fabulosa. Vosotros volvéis de muy lejos. Vuestros ancestros comían cristal molido, fuego, encantaban a las serpientes, a las palomas, hacían malabares con huevos, hacían conversar a un concilio de caballos.

Vosotros no estáis listos para nuestro mundo y su lógica. Tenéis por esto que aceptar esta miseria: vivir en la noche de la ilusión de vuestros saltos mortales. De día permanecéis temerosos en la puerta del circo – sin osar entrar en nuestra vida- firmemente retenidos por los poderes del circo, que son los poderes de la muerte. No dejéis jamás ese enorme vientre de tela.

Afuera está el discordante ruido, el desorden; adentro, está la certeza genealógica milenaria, la seguridad de saberse ligado a una especie de fábrica donde se forjan los juegos precisos que le sirven a la exposición solemne de vosotros mismos, quienes preparan la fiesta. Vosotros no vivís sino para la Fiesta. No para aquella que acuerdan pagar los padres y las madres de familia. Yo hablo de vuestra iluminación durante esos pocos minutos. Oscuramente, en los flancos del monstruo, vosotros habréis comprendido que cada uno de nosotros debe procurar aparecer ante sí mismo en su propia apoteosis. Es dentro de ti mismo, finalmente, que durante pocos minutos el espectáculo te cambia. Tu breve tumba nos ilumina. Estás encerrado ahí y al mismo tiempo, tu imagen no cesa de escapársete. La maravilla sería que vosotros tuvierais el poder de asentaros allí, a la vez sobre la pista y en el cielo bajo la forma de una constelación. Este privilegio está reservado a pocos héroes.

Pero por diez segundos - ¿es poco? – vosotros resplandecéis.
En tu entrenamiento, no te aflijas por haber olvidado tu habilidad. Empiezas mostrando gran habilidad, pero es necesario que a partir de aquí, poco te desesperes del alambre, de los saltos, del circo y de la danza.
Conocerás un periodo amargo – una especie de infierno – y es después de este pasaje por el bosque oscuro que resurgirás, maestro de tu arte.

Este es uno de los misterios más emocionantes: después de un período brillante, todo artista habrá atravesado una región desesperante, arriesgando perder su razón de ser y su maestría. Si sale vencedor…
Tus saltos mortales – no temas considerarlos como una manada de bestias. En ti, viven en estado salvaje. Inciertos en sí mismos, se destrozan mutuamente, se mutilan o se cruzan al azar. Haz pastar a tu manada de volatines, saltos mortales y volteretas. Que cada cual viva inteligentemente con el otro. Si lo deseas, procede a hacer cruces entre ellos, pero con cuidado, no al azar de un capricho. Serás pastor de una manada de bestias que hasta ahora eran desordenadas y vanas. Gracias a tus encantos, ellos sabrán qué son y que son tú mismo al iluminarte.

Son vanos, torpes consejos estos que te doy. Nadie podría seguirlos. Pero no quería otra cosa, que escribir un poema sobre este arte, cuyo calor subiera a tus mejillas. Se trataba de deslumbrar, no de enseñar.

***




[4] Los más conmovedores son aquellos que se repliegan por entero en un signo grotesco de burla: un peinado, cierto bigote, anillos, zapatillas… Por un momento toda su vida se precipita allí y el detalle resplandece: de repente él se apaga: y es porque toda la gloria que portaba, acaba de retirarse a esa región secreta, causando por fin, la soledad.


No hay comentarios:

Publicar un comentario